El Espectador
—Espero que te sigas divirtiendo. Ah, no, ¿verdad? Ya dejó de ser divertido.
Aquellas fueron sus últimas palabras antes de colgar.
Me quedé con el teléfono en la mano, inmóvil, con la garganta seca. «¿En serio nadie va a venir por mí para llevarme al hospital?» La pregunta se me repetía en silencio, rebotando como eco en mi cabeza. Y en medio de esa duda apareció, por primera vez, la sospecha de que algo estaba mal con mi forma de beber.
Sin embargo, no hice nada. Esa noche seguí como siempre: hundiéndome un poco más.
Pasaron los meses y yo seguía en caída libre, viviendo en automático. El mundo era una película que avanzaba sin mí.
Una mañana me vi sentado en un rincón de la cocina, bebiendo ron y fumando sin ganas, como si quisiera disolverme en el humo. El cenicero estaba lleno; mis manos, amarillentas. Mi amigo Pedro, con quien compartía departamento, entró a servirse un café. Me miró de reojo, tomó un sorbo lento y, sin rodeos, me soltó:
—Qué triste ver cómo has reducido tanto tu mundo. Eres tú, fumando en una esquina, sin nada que hacer, sin nadie con quien estar. Y lo peor es que lo pagas con vida.
No esperó respuesta; se dio la vuelta y se marchó.
Su voz me atravesó como un cuchillo. Era un dolor que me calaba entero, de la piel al alma. Sus palabras me retumbaban en la cabeza, me apretaban el corazón, me revolvían las entrañas.
Para entonces me había convertido en un simple espectador de la vida. Miraba cómo los demás avanzaban mientras yo permanecía inmóvil, atrapado en mi quietud.
Escuchaba hablar de bodas, graduaciones, viajes, sueños cumplidos. Y yo, ¿qué tenía? Nada. Era un fantasma sentado en primera fila de un teatro vacío, compartiendo el asiento con mis miedos, mis tristezas y mis frustraciones.
Por las noches lloraba en silencio. Repasaba una y otra vez mi pasado como si pudiera reescribirlo. Me atormentaba repitiéndome: «si hubiera hecho…», «si hubiera evitado…». Cada recuerdo era una condena que me gritaba al rostro: «No, no pudiste hacerlo. No, no pudiste evitarlo».

Ángel
Qué pasaría si la historia más importante de tu vida comenzara en el lugar más improbable?
Ángel
Un encuentro inesperado.
Una mirada que parece de otra vida.
Un amor que florece incluso donde nada debería crecer.
En medio de ese vacío, alguien se deslizó en mi vida, sin anuncio ni ruido. No traía milagros ni discursos; apenas un modo sereno de habitar cada instante. Había en él una calma imposible de describir, una paz que se imponía sin esfuerzo. Apenas cruzamos unas palabras, y bastó ese breve encuentro para que dentro de mí se abriera una ventana. Lo que dijo se quedó dando vueltas en mi cabeza durante semanas, con una certeza que me sacudió y me obligó a mirarme distinto:
—La realidad es. Te guste o no te guste.
Tan simple. Tan contundente. No había escapatoria. Aquella frase fue como un golpe que me obligó a detenerme. Comprendí que llevaba demasiado tiempo peleando contra lo que es. Había vivido inventando excusas, justificando mis acciones, buscando culpables. Desde mi papel de víctima, era fácil hacer responsables a los demás de mi vacío. Pero lo cierto era que yo no podía controlar cómo actuaban, lo que pensaban ni lo que decían. No podía obligarlos a amarme, y si me amaban, no podía dictarles cómo hacerlo. De no aceptarlo, seguiría atrapado en el laberinto de mi resentimiento.
Me descubrí profundamente insatisfecho. Abría una botella y no me llenaba. Buscaba compañía y no bastaba. Nada ni nadie alcanzaba. Mis exigencias estaban fuera de control. Y lo peor era que ya no me quedaban culpables a quienes señalar. Era momento de asumir lo que me correspondía.
Decidí entregarme a esa fuerza invisible que mueve galaxias, controla mareas y da vuelo a las aves. La misma que me hace respirar sin pensarlo. Ya no necesitaba buscar una razón para vivir: ya estaba vivo. Cada mañana mis ojos se abrían, me gustara o no.
Pero la lucha no terminó ahí. Dentro de mí convivían dos mundos: uno que anhelaba paz y otro que quería seguir encadenado a la destrucción. Aún podía verme tirado en el suelo, rodeado de botellas vacías, con la nariz sangrando, llorando sin fuerzas, obsesionado con la próxima dosis de cocaína.
Una de esas noches interminables, al borde de la desesperación, sentí un destello de claridad. Tomé el teléfono y marqué.
—Yo sé que tú sabes que no vine a vivir mi vida de la forma en la que la estoy viviendo —le dije con la voz quebrada—. Por favor, ayúdame.
Al otro lado hubo silencio. Pero era un silencio distinto, un silencio que sostenía. Y en ese instante supe que no estaba solo.
Ella había estado siempre: a veces presente, otras distante, pero siempre ahí. Mi amiga, mi confidente, mi guía, mi fortaleza. Una y otra vez me repetía:
—No sé cómo es que siempre terminamos juntos.
Yo sí lo sabía. Porque nuestra historia no empezaba en esta vida. Ya habíamos decidido acompañarnos. Habíamos elegido los mismos padres, los mismos dolores, los mismos aprendizajes. No iba a ser fácil, pero al menos nos haríamos compañía.
En esta vida su papel era ser mi hermana. En otras había sido otra cosa. Pero siempre, siempre caminando a mi lado.
Yo le había prometido, antes de llegar a este mundo, que aparecería cinco años después de su nacimiento. Y así fue.
Cuatro años más tarde, una madrugada nos sorprendió en pijama, parados en la penumbra de una noche fría. Frente a nosotros, los gritos y los golpes estallaban como tormenta.
Ella, con la valentía que una pequeña niña no debería conocer, me cubrió los ojos con sus manos, protegiéndome en medio del caos.
Y entonces, como un relámpago que parte la noche, apareció en mi mente una pregunta que jamás me dejó:
¿Quién cubriría los suyos…?
Escrito por Carlos Franken
Un relato del libro «Simplemente Humanos»